Se levantó de un salto y salió a la terraza. Apoyó la vieja y desvencijada escalera de madera en la única pared que había y subió rápida pero cautelosamente, vigilando bien en qué zona de cada peldaño colocaba sus descalzos pies. Cuando sus ojos llegaron al nivel de la azotea se paró y miró. Lo que ellos encontraron no fue un meteorito precisamente.
-¡María! ¡rápido, ven, ven! -gritaba mientras corría escaleras abajo, camino de la solana.
El hogar de María, Felipe y su única hija era el último adosado de un conjunto de ocho en escalera, debido a la pendiente del terreno. Esa pendiente podía facilitar, o eso pensaban ellos, el tránsito de cualquier persona de la casa contigua a la suya mediante un simple salto de no más de tres metros entre azotea y azotea. Quizá ello facilitó que ambos sintieran un escalofrío cuando encontraron el cuerpo de alguien tendido sobre el asfalto que impermeabilizaba el terrado.
Dejando a un lado parte de prudencia y parte de sentido común e invadidos por cierta curiosidad morbosa, abandonaron uno a uno la desvencijada y forzada escalera de madera y se acercaron al joven que yacía sobre el asfalto, muy cerca de la pared que marcaba la linde entre su propiedad y la de los vecinos.
María estaba dilucidando extrañada acerca del posible hecho de un robo a la luz del día cuando oyó la sorprendida voz de su marido- ¡César!
De nuevo la imprudencia se hizo presente en ellos, quizá ante tan singular situación, cuando decidieron trasladar abajo aquel cuerpo inconsciente sin atenerse a detalles lógicos y probables como el de afectar negativamente a posibles contusiones, esguinces, roturas o hemorragias que el joven tuviese. O el precario estado del medio que utilizarían para descender...
...pero tuvieron suerte en ambos sentidos.
-¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? -musitó el joven, recostado en la cama de uno de los dormitorios. Fueron sus primeras palabras desde que abriera los ojos.
-Dínoslo tú, César. -respondió suavemente Felipe. María, mientras, limpiaba con un paño húmedo la frente del muchacho eliminando los últimos restos de sangre. No parecía haber chichón, aunque sí una pequeña brecha, lo suficientemente pequeña como para no necesitar sutura.
César miró a los ojos de ambos con extrañeza y, finalmente, cerró los suyos dejándose arrastrar hacia un corto aunque reparador sueño. Cuando oyeron su respiración profunda, la pareja salió de la habitación dejándole como única compañía a Maxwell, el gato de su hija, que controlaba toda la situación desde el alféizar de la ventana, ahora entreabierta, donde había permanecido sin moverse desde que los padres de su dueña entraran, con bastante más cuidado que con el que lo habían recogido, el cuerpo del joven.
Mientras Felipe subía, aún descalzo, una tercera vez a la azotea y comprobaba que a parte de algunas pequeñas manchas de sangre el firme presentaba una muy notable abolladura, su mujer descolgaba y marcaba un número en el teléfono inalámbrico.- Rita, soy yo, ven a casa cuanto antes... No, da igual, déjalo, di que ha surgido algo, una urgencia... No, no te preocupes, no nos ha pasado nada pero creo que tienes que ver... algo...
Cuando César volvió a abrir los ojos lo primero que vio fue la cara de una chica, la cual estaba sentada en la cama, a su lado. No reconocía su rostro pero le transmitía cierta... tranquilidad. Un rostro bonito a fin de cuentas donde resaltaban unos ojos oscuros, grandes y profundos que podrían llegar a sedarlo ante cualquier dolor físico, fuera lo duro que fuera.
-¿Cómo te encuentras, César? -preguntó ella. Él no tardó en contestarle- Bien, estoy bien... creo. Desconcertado aún.
-¿Qué ha ocurrido? -siguió interrogando- No lo sé, no lo recuerdo bien... sólo me llegan unas imágenes a la cabeza, aunque... por su naturaleza... más bien diría que son parte de un sueño, quizás de ahora mismo, antes de despertar...
-¿Qué imágenes? Cuéntamelo, César, por favor.
-Volaba... -dijo él, muy suavemente, mientras dirigía su mirada hacia el techo, hacia más allá del techo.- Recuerdo ver las casas muy pequeñitas y... sentía el frío azotándome la cara y entrando en mi cuerpo, hasta mis huesos...
Miró repentinamente a la chica y añadió:- ¿Quién eres tú? ¿Cómo saben mi nombre?
Rita se quedó un rato mirándolo, con cierta tristeza en la cara, y luego le contestó:- ¿De verdad no te acuerdas? ¿nada de nada? ¿mi cara no te trae... -dudó- ...ningún recuerdo?
Él siguió mirándola, casi sin pestañear, sin cambiar la mueca de extrañeza que llevaba puesta desde que hiciera la última pregunta. Y finalmente contestó:- Sí, de algo me acuerdo, aunque... me da... cierto miedo afirmarlo por temor a equivocarme.
-Hazlo, no tengas miedo, es lo que te viene a la cabeza, no puede estar desacertado. No del todo, al menos -contestó ella rápidamente.
-Eras... -lo pensó unos segundos y luego sonrío brevemente, pero con sinceridad- ...una antigua compañera de trabajo... o de clase. Algo así.
Al oírlo, Rita sonrió. Bastante. Con sus labios... pero la tristeza en sus ojos no cambió.
Se incorporó, sin dejarlo de mirar ni de sonreír. Se dio la vuelta y dijo, ya de espaldas- Descansa, César -y salió de la habitación.
Aún no había cruzado el marco de la puerta cuando se le escapó la primera lágrima.
Cuando Felipe y María, que estaban esperando en la cocina, vieron que bajaba su hija pero que ésta pasaba de largo sin decir palabra, decidieron subir de nuevo a la habitación de ella.
Cuando entraron, se quedaron desconcertados. En la cama solamente descansaba Maxwell. Al verlo, la mirada de ambos se dirigió rápidamente a la ventana, descubriendo que ésta se encontraba abierta del todo y que las cortinas flotaban hacia afuera arrastradas por la corriente.
Felipe se asomó por ella mas no vio a nadie ni a nada. María miró en el baño de la planta alta y en las otras habitaciones. Pero tampoco.
La puerta de salida a la terraza seguía cerrada con llave y ésta se encontraba colocada en la cerradura por la parte interior, tal y como la había dejado Felipe unas horas antes... y no pudo haber bajado a la planta baja sin pasar por delante de la cocina...
César había reaccionado en pocos segundos cuando Maxwell había puesto su patita sobre su cara. Lo miró a los ojos y al instante le vinieron muchas cosas a la mente. De un salto salió de la cama y, sin pararse a pensarlo, abrió del todo la ventana, retrocedió unos pasos, corrió y saltó a través de ella, con las manos por delante, como quien se zambulle en el agua.
Mientras el matrimonio se encontraba hablando con su hija en la cocina intentando averiguar qué es lo que había pasado, César surcaba los cielos, con los ojos semicerrados, en aquella fresca noche de verano, sintiendo el aire puro y frío que azotaba su cara, pero que también le llenaba gustosamente los pulmones y borraba toda preocupación de su mente.
Cestomano 2008