No es que tantos años haciéndolo y viviendo en tan singular estado le hubieran curtido aquellos pies que ya habían olvidado lo que era el calzado -arrinconado y maltrecho el último par de botas de montaña en el fondo de su primera cueva a modo de mausoleo-, no. Lo más curioso era que sus pies se habían acostumbrado a pisar en el espacio más firme y regular posible dentro del apenas medio metro cuadrado del que disponían para elegir en cada zancada. Y lo hacían siempre, fueran éstos a la velocidad que fueran.
Y es que aquellos pies eran auténticos supervivientes. Dormían siempre al raso, incluso cuando las gélidas temperaturas invernales se atrevían a descender más allá de los 10º bajo cero. Tampoco les molestaba demasiado el contacto con la nieve. De hecho, agradecían su refrescante caricia cuando había ocasión para ello.
Por suerte, no debían de soportar más de 20 Kg cada uno, pues su dueño, menudo siempre y extremadamente delgado ahora, vivía con el mínimo de hidratos y proteínas, normalmente, provenientes de algún tizón despistado o de algún bichejo del que le importaba tan poco su clasificación en el reino de los invertebrados como el mal sabor que pudiera tener justo antes de deglutirlo. La poca agua que bebía la lamía cada mañana del rocío depositado en el retamar, salvo en los escasos días al año que había nieve, pues le resultaba más fácil incrustar toda su cara en ella para, por un lado, hidratar su cuerpo y por otro, dejar la huella de su rostro impresa en esa nieve a modo de arte abstracto efímero el cual nunca nadie llegaría a apreciar... ni siquiera ver.
No obstante, su cuerpo había adelgazado más por la propia adaptación al medio y eficiencia energética que por una realmente inexistente desnutrición. De hecho, el mayor gasto calórico se correspondía con aquellas largas carreras mañaneras, justo después de haber bebido de las retamas, o con los momentos cuando le daba por trepar por las laderas del borde de la caldera volcánica para observar luego arriba, durante horas, el siempre maravilloso paisaje a su alrededor. O también cuando, muy de vez en cuando, cambiaba de lugar de residencia.
De resto dormía mucho, muchísimo. En invierno le faltaba poco para quedarse adormecido todo el período como si de un oso polar se tratara. Pero le gustaba demasiado los paseos sobre la nieve como para estar tres meses seguidos enclaustrado con su metabolismo reducido al mínimo.
Y a pesar de que su vida pendiera de un hilo mucho más frágil que el de cualquier persona “civilizada”, sabía que lo importante no era cuándo La Parca se le acercara, con o sin previo aviso -pues a todos les llegaría su momento- sino que lo que hubiera habido detrás de ese momento hubiera sido atemporalmente bien aprovechado.
Y realmente lo era. Lo sabía él y lo sabían sus pies.
Pero no fue precisamente La Señora de La Guadaña quien, cierto día, tocaría a sus puertas...
CONTINUARÁ...
Cestomano 2008
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